La designificación

Designificar es romper el vínculo semántico entre el acto sexual en su condición de significante y aquello que significa. Para designificar debe detectarse la significación tanto en la cultura como en la conciencia; debe localizarse ese tránsito del sexo a aquello que no es sexo, y que normalmente aparece de modo impreciso, desplazado o inconsciente. La conciencia de esta significación arbitraria, junto a la orientación de la atención hacia el significante, es decir, el sexo mismo, debe conllevar un paulatino debilitamiento del vínculo significativo.

A priori,  existen cuatro significados de los que el sexo debe desembarazarse; cuatro significados cuyo control sólo podremos recuperar como mensaje en la medida en que logremos que no estén contenidos por la presencia del sexo; cuatro significados fundamentales, cada uno más instalado en nuestra inconsciencia que el anterior. Esta ordenación invita a proceder de fuera adentro, de modo que la designificación de las asociaciones más profundas nos encuentre ya entrenados.

En primer lugar, el sexo no debe significar reproducción. Para alejarnos de esta significación tan fuertemente condicionante debemos tomar conciencia de cómo vinculamos las relaciones sexuales a la autenticidad de la paternidad y del vínculo hereditario. La sobrevaloración de la genética (habría que decir que cualquier valoración de la genética es una sobrevaloración) en el establecimiento de vínculos afectivos, así como de la genitalidad eyaculadora e incluso fecundadora a la hora de juzgar la calidad del acto sexual, deben ser ideas cuyo trabajo en nuestro preconsciente sea detectado y detenido. Por tanto, debe incidirse sobre la intrascendencia económica objetiva del sexo, así como sobre la autonomía de la excitación y el placer con respecto al orgasmo masculino intravaginal.

En segundo lugar, el sexo no debe significar la fusión entre espíritus como forma paradigmática del encuentro comunicativo. A falta de espacio para profundizar en la ambigüedad del concepto “comunicación” cuando es utilizado en el ámbito de las relaciones sexosentimentales, debe recordarse que la comunicación es, sobre todo, consecuencia del uso del lenguaje, del intercambio de mensajes lo suficientemente articulados como para alcanzar un entendimiento sutil. Los momentos en que el sexo pueda producir mayor sensación de armonía entre las personas que participan de y en él, estarán relacionados con el trabajo de comunicación previa o con la presunción de una armonía no contrastada. El sexo no es la realización definitiva de complicidad alguna. El sexo es una actividad que, como otras cuando se efectúan en compañía, es susceptible de generar entendimiento y sensación de entendimiento. El entendimiento sexual no tiene una categoría necesariamente superior al entendimiento producido en otras actividades que requieran de una cierta sinergia, y tiene una categoría inferior al entendimiento que puede llegar a suscitar el lenguaje.

El sexo no es tampoco el significante del afecto o cariño, es decir, de la protección. Hemos de prestar atención a los múltiples mecanismos mediante los que la donación o recepción de afecto se ocultan tras el sexo, y viceversa, de modo que dispongamos de verdadera libertad en la elección de dichas donaciones y recepciones. El estar encorsetado por el ámbito de lo sexual generaliza el significado de la protección o afecto, reduciendo su especificidad y, por lo tanto, su eficacia. Debemos, así mismo, detectar cómo nuestras formas de violencia sexual generan la necesidad de una compensación afectiva que resulta distractora y contradictoria.

Por último, el sexo no debe significar posesión. Con esa afirmación no aporto, aparentemente, controversia alguna, ya que la idea del sexo como acto de posesión literal (no de posesión como término que ha perdido su sentido para transformarse en una suerte de unión sagrada) está ya condenada por nuestra cultura. Pero esa condena ha desplazado la forma y el significado de la posesión, de modo que poseemos con el sexo mediante mecanismos que nos resultan difíciles de detectar como herramientas de posesión.

Sabemos que el sexo oculta una batalla por la posesión en la que la corriente predominante circula de la mujer al hombre, es decir, en un sentido patriarcal, por dos indicios convincentes. El primero es que el acto sexual es siempre un punto de inflexión en una relación, y que la especulación y tensión generadas alrededor de su realización son grandes. Incluso en aquéllas que se pretenden más intrascendentes, la cumplimentación del sexo transforma la situación de manera radical y permanente. Algo, por tanto, ha ocurrido, suscitado por los placeres erógenos que se intercambian. Lo que ha ocurrido es que un determinado poder ha cambiado de manos, transformando la relación de poder entre los participantes y condicionando bajo nuevos términos su dependencia mutua, su posesión.

El segundo indicio es el enorme atractivo que la relación ejerce, especialmente sobre el individuo que acumula más expectativas de salir beneficiado del traspaso de poder. Este atractivo inmenso, que no se ve justificado de ninguna de las maneras por la expectativa de placer erógeno de cada individuo (dado que no son infrecuentes ni el caso paradójico de un gran atractivo sin expectativa de placer ni su contrario) es a lo que, en otro lugar, he llamado “morbo”. Así, el morbo es la expectativa de placer derivada de la condición de acto de posesión subyacente al acto sexual.

El morbo es la fuente principal de atractivo del sexo, es decir, nuestra principal motivación en él. Su eliminación, su designificación, conllevará una disminución radical del interés del sexo que nos dejará en una posición próxima al vacío de significado y, por ende, al vacío del interés.